De niña,
la voz esquizofrénica de mi padre,
la voz alcohólica de mi madre,
sus manos aferradas a mis muñecas,
tirando cada una hacia lados contrarios,
como si yo fuera un pelele
salomonicamente repartido.
Así conocí la vergüenza agena y propia.
Un día hallaron su cadáver olvidado,
su cerebro reseco esparcido por el cuarto...
Otro día
su gran cuerpo intoxicado y embalsamado en larios
cayó sobre mi cuerpo mínimo
como un escombro.
Aún resuenan en mí ambos estruendos.
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